«En un lugar de la Mancha, del kual no kero akordarme el nombre, biviya, no muncho tiempo antes, un senyor (…)».
En esa frase no hay ningún error ortográfico ni de sintaxis.
Está escrita en judeoespañol, también conocido como ladino o djudezmo.
Así se llama a la lengua que los sefardíes, los descendientes de los judíos contra quienes los Reyes Católicos firmaron en marzo de 1492 un edicto de expulsión, obligando a decenas de miles a dejar el país en las siguientes décadas y poniendo así fin a 1.500 años de presencia en la península Ibérica.
Los sefardíes, que no aceptaron la conversión al Cristianismo, ni la sumisión a los Reyes Católicos, se llevaron consigo la lengua allá donde fueron, del norte de África a Medio Oriente, del norte y centro de Europa a los Balcanes, desde el Imperio Otomano a América, y la conservaron hasta nuestros días, en distintas variantes, salpicada de préstamos de los idiomas locales y con varias grafías.
«El judeoespañol es una lengua maravillosa que hoy debería emocionar a cualquier hablante del idioma español«, dice el director de la Real Academia Española (RAE), Darío Villanueva, quien aplaude el interés mostrado por unos expertos en crear una rama del organismo dedicada al ladino en Israel.
Quizá sea una segunda evolución, después del proceso de la conversión a la nacionalidad española, de aquellos sefardíes que quisieran optar. Es lógico, que si se les concedió la nacionalidad española, se les conceda el reconocimiento de un idioma con raíces en España, y que ha pervivido durante siglos, pero eso el tiempo, y voluntad política lo dirá.